CAROLINA MAGNIN

BUENOS AIRES, ARGENTINA.

CV

El cuerpo humano, como un organismo compuesto mayormente por agua, es un sistema hidráulico. Una serie de mecanismos precisos y complejos regulan los fluidos de nuestro interior. Hay órganos que son válvulas y otros cámaras; algunos están ahí para absorber, bombear y purificar, y otros más para drenar, secretar, lagrimear y desechar. En este equilibrio frágil y dinámico, para una mirada médica, la aparición de la falla o de un desvío —la enfermedad— demanda una intervención. Con el fin de restituir la salud y el bienestar, aliviar el dolor o aplicar un tratamiento, los cuerpos se conectan a una red de mangueras, conductos, catéteres y agujas que suministran medicamentos, sueros y líquidos para mejorar su condición mortal.
Cerca de la zona de hospitales del barrio de Almagro, suspendidas en el umbral simbólico de lo vivo y lo inerte, fotografías de mujeres penden conectadas de dispositivos de goteo. El líquido que se les suministra es tinta negra, como la de las oficinas, hospitales, escuelas y otras instituciones, la cual corre, se escurre y se deja absorber por el papel en el que están impresas y que las constituye. Por las corvas de rodilla, la cintura y los brazos, el líquido se infiltra y altera las imágenes. Aquellos atisbos de intimidades descontextualizadas se oscurecen y se hinchan de un fluido que no es el propio, pero que engrosa su materia y a la vez la vuelve frágil. Estos cuerpos que fueron de carne y ahora son superficie de imagen desafían su existencia para exponerse verticales y flotantes. Abiertos a la intervención dinámica y agresiva, no pierden la atención frente a los cambios que estos sistemas maquínicos causan, absorbiendo la tinta para retraerla como el vaivén de las olas y revelando lo que yace en esa orilla de contacto, en ese roce lubricante. Esta tecnología simple, sujeta a las leyes de la física, revela una imagen cyborg, instantánea y siempre en proceso.

Motivada por la intuición, el cuidado y la memoria, Carolina Magnin recupera imágenes de un archivo médico para intervenirlas e insertarlas en rutas de circulación donde la utilidad queda eclipsada por un fin sensible. A estas pacientes las sitúa en una fuga de sentido lejos del dominio tecnocientífico hasta convertirlas en agentes desobedientes y escurridizas del lugar asignado por la mirada clínica y su registro. Dejan de ser síntomas y retornan a ser cuerpos dinámicos, azarosos y deseantes. Una vida nueva las infunde, palpita y reacciona. La tinta negra que alguna vez las ató a trámites, documentos, pagos y evaluaciones, ahora se derrama y encharca el suelo. Sin la asepsia del hospital y sin el rígido orden del archivo, estas imágenes y sus nuevas máquinas —máquinas de dibujo y de huellas— se desvían y proponen juegos de persecución. Por más que tratemos de fijarlas, se escapan. Y cuando pensamos que hay una imagen completa, evade la sujeción para construir constantemente la distancia del deseo. Como fantasmas, se dejan ocultar para después volver a aparecer.

El aula donde se dicta la clase está casi a oscuras, salvo por la luz focalizada del proyector de diapositivas. Los alumnos, sentados en silencio, atienden concentrados la lección del día sobre lesiones cutáneas. Clac. Aparece al frente del salón una imagen de una espalda, con un brote de pústulas en el costado izquierdo inferior. Clac. Un par de piernas, cuyos vasos capilares tejen una inflamada y dolorosa red de dilataciones bajo la piel. Clac. Un recorte a una clavícula con una irritación blanquecina. Del lado derecho de la fotografía, un dedo firme pero cauteloso, con una manicura prolija, baja el cuello de la bata de la mujer hasta el hombro para descubrir la anomalía. Aunque en la imagen el brote casi no pueda distinguirse, está ahí. “No es nada”, fue lo primero que se dijo al detectar esa protuberancia lechosa en su piel aquella mañana al mirarse en el espejo. Pero los síntomas comenzaron a manifestarse durante los días siguientes. Sentía una especie de ardor cuando se tocaba el área, y no toleraba la sensación del roce, ni ajeno ni propio, incluyendo el de la ropa. Al acudir a la clínica pasados doce días de su descubrimiento, el médico que la atendió, quien también trabajaba como docente en el hospital universitario, le pidió permiso para fotografiarla. Clic. Montada sobre un trípode, la cámara capturó el síntoma de su piel, aquella manifestación prominente y molesta que la angustiaba, así como al dedo revelador que las descubría. Un trozo suyo se iría con esa imagen, atada a girar incesantemente en el carrusel de diapositivas y manifestarse como luz y sombras frente a cientos de miradas, un año tras otro. Ella, anónima, sin rostro y sin sensaciones, sería ejemplar, material didáctico que se fundiría con un archivo de otras pieles, y sus padecimientos sin palabra, hasta que el desgaste de la diapositiva y el peso del olvido la borraran.